MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 13/02/2008
Entre las cosas que más envidia suscitan a la hora de analizar la industria editorial están la transparencia, rapidez y precisión con que en los países anglófonos se elaboran las estadísticas que le conciernen. En España manejamos al menos tres fuentes contradictorias: la que publica el Ministerio de Cultura a partir de la insuficientemente depurada base de datos de la Agencia del ISBN, por cuya transferencia y privatización siguen clamando los editores; la del INE, basada en sus propias encuestas; y la del Comercio Interior del Libro, que suministra la Federación de Gremios de Editores, y que se sustenta en los datos facilitados por las empresas editoriales. Para que los lectores se hagan una idea de las discrepancias entre ellas, basta una muestra: el número de títulos editados en 2006 habría sido, dependiendo de la fuente, de 77.330, 66.270 o 68.930, respectivamente. Y, en cuanto a la tirada media, una de las más bajas de Europa, las cifras oscilan entre 3.859 y 4.905 ejemplares por título.
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Envidio las estadísticas editoriales que se llevan a cabo en el Reino Unido y Estados Unidos, aunque no necesariamente lo que de ellas se desprende. Entre las que cada año espero con impaciencia está la que se refiere a los préstamos en las bibliotecas del Reino Unido, en la que se basa el reparto que compensa económicamente a los autores por el uso público de sus obras (¿quién teme al canon feroz?). Como suele ocurrir, entre los 100 libros más solicitados no figura ninguno, absolutamente ninguno, que sea una traducción. A propósito, ignoro si en nuestro complejo sistema bibliotecario se publican puntualmente estadísticas globales que nos permitan saber qué tipo de libros interesan (o no) a los prestatarios.
También Nielsen Bookscan, prestigiosa empresa internacional en el estudio del mercado del libro, ha dado a conocer la lista de los best-sellers en Estados Unidos durante 2007. Entre los 20 primeros (con ventas que oscilan entre los siete millones y los 495.000 ejemplares), no se encuentra ninguno cuya lengua original no sea el inglés.
Contemplada globalmente, la reluctancia a las traducciones en el mundo anglófono se hace más patente. En 2004, último año del que he podido obtener datos globales, se editaron 375.000 títulos en el conjunto de los países de habla inglesa, de los que sólo 14.440, un mero 3,85%, fueron traducciones. Compárese el dato con el que suministra la agencia española del ISBN, según la cual las traducciones supusieron el 28,2% del total de nuestra producción editorial en 2006.
En lo que al castellano se refiere, y a pesar de que en los últimos años un puñado de autores españoles e hispanoamericanos (casi todos novelistas) han logrado desafiar la proverbial impermeabilidad del mercado anglófono, esta situación viene durando demasiado. Especialmente en EE UU, donde viven 40 millones de hispanos, de los que al menos 28 millones hablan español habitualmente. Como curiosidad, entre las listas anuales de best-sellers publicadas entre 1900 y 1999, sólo tres obras de autores hispánicos (una de ellas escrita en inglés) lograron ocupar uno de los 10 primeros puestos: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez (en 1919); The last puritan, de George Santayana (en 1935), y Como agua para chocolate, de Laura Esquivel (en 1993).
Las traducciones han sido, desde la Epopeya de Gilgamesh en adelante, uno de los más fecundos puentes entre culturas y civilizaciones. Que el país más poderoso de la Tierra se muestre tan empecinadamente carente de curiosidad por lo que se escribe en otras lenguas no es un buen síntoma. Como, al revés, quizás sea también signo de cierto papanatismo provinciano el hecho de que casi el 50% del total de lo que se traduce en España provenga de la lengua de Shakespeare, convertida ahora en koiné imperial. Así estamos.
Publicado por El País
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